FERRUM
On the Possibilities of Solid Developers
In the traditional practice of the darkroom, photographic chemistry is always imagined in liquid form. Powders are dissolved into solutions where they react with silver, move, shift, are washed away and discarded. The image comes into being through this motion, through these gestures. This is why we tend to associate development with movement and dissolution.
But what if we stop the current? What if the developer is no longer a fluid but becomes, instead, a solid presence — a mineral surface that imprints its own memory onto the process?
Could this be the origin of material imagery? Here begins the exchange between iron and silver — a transfer of electrons that needs no camera, no lens, and sometimes not even a liquid to carry it. Contained within is the germ of photography before photography: matter reorganizing itself into image.
In this case, the image is not born from human intention to see, but from the materials’ own desire to balance, surrender, or resist. The instant a metal yields its electron and another receives it — that tiny, silent gesture — can be read as an early form of inscription: matter documenting its own shift in state.
Is this the only way to break the program Flusser speaks of? In that sense, the solid developer — or any reaction where the image emerges from the friction between bodies — brings us back to the most elemental origin of the material image, rupturing the established program. There are no rules to follow here. This is an image that doesn’t rely on representation, but on relation. An image that isn’t imprinted on something, but between things.
The idea of a solid developer does not arise from the pursuit of efficiency, but from a repeated exhaustion with the liquid solutions prepared for development. Even the most ecological requires sacrifice and an ethical compromise. These working solutions depend on water to dissolve and transport chemicals, making water an accomplice in their waste. This is where the notion of photographic chemistry as sediment rather than flow takes root.
Could an image be developed through contact, not immersion? If we can call them developers at all, solid developers shift the act of development from a liquid system to a spatial, almost geological negotiation. The metal touches the silver. A fragment of iron, a copper pipe, a rusted vessel placed near the photosensitive emulsion silently initiates an invisible exchange that lasts hours, days, even weeks. Sometimes it requires a bit of humidity, water, or light to catalyze the process. The pace is stony — as if the silver paper and the mineral are showing each other how to become an image.
What happens is an elemental displacement of electrons. Silver in its halide form on paper or film awaits an electron to become visible, to be reduced to its metallic state. Iron, meanwhile, is a metal willing to donate an electron — its oxidation potential is higher — and when it comes into contact with the silver emulsion, aided by moisture or water, the transfer begins.
The electron travels silently from one body to another. No wires, no apparent current — just contact, with water or humidity allowing ions to move. Water, temperature, or an acidic environment are variables that modulate the transfer and the final result. Iron sacrifices itself by oxidizing, while silver reduces itself into a visible image. It is an exchange: no one is depleted, a kind of atomic barter where light, temperature, and moisture accompany the reorganization of matter.
Under ultraviolet light, electrons excited by photonic energy become more mobile, and the exchange accelerates. Humidity or water act as a conductive bridge, and acid, when used, intensifies the process by releasing metal ions. But even without these accelerants, the dialogue between iron and silver still occurs — just more slowly.
In this way, development doesn’t happen by dissolution but by transfer. It is not a reaction that washes or removes — it touches. The metal, in a sense, imprints its will on the emulsion at the same time it discharges itself. Each image is, in truth, the record of a loss of matter: a metal sacrificing itself so another may appear. What’s important here, compared to liquid developers, is that the metal can be regenerated — and imprint its force again, and again.
Here, the developer is not separate from the emergence of the image; it is part of the same ecology as the support. It stains, corrodes, fuses, and reveals but does not finish its task and vanish. It remains, bearing the scars of its sacrifice. Its surface becomes both image and residue. A metallurgical practice; each print, unique, is a fossil of the most elemental photographic gesture.
There is also an ethical whisper in this experiment. A solid developer, which doesn’t disappear with a single use, invites us to stay longer with the material — to observe its slow reaction, instead of rushing toward a result. The idea of shortening development times dissolves. Here, iron resists the industrial rhythm that created it and imposed its pace on photography. The act of developing unfolds at the rate of corrosion — that is, at the natural pace of the world, of silver reclaiming its materiality.
Could this be the future of sustainable photography? Not endlessly replacing ingredients, but rethinking the very states in which chemical processes operate. Moving from liquid to solid is working with a developer that doesn’t pollute because it doesn’t flow — it reveals through contact, through a silent exchange of generosity.
Reflexión sobre el gesto mineral
En la práctica tradicional del laboratorio, la química fotográfica siempre se imagina en forma líquida. Con los químicos en polvo se generan soluciones donde éstos reaccionan con la plata, se mueven, se cambian, se lavan y se descartan. La imagen nace y se manifiesta a partir de este movimiento, de estos gestos. Por eso solemos relacionar el revelado con el movimiento y la disolución. ¿Qué pasaría si detenemos la corriente? Si el revelador dejara de ser un fluido y se convierte, en cambio, en una presencia sólida, una superficie mineral que imprime su propia memoria en el proceso.
¿Será esto el origen de la imagen material? Aquí nace el intercambio entre hierro y plata, esa transferencia de electrones que no necesita cámara, ni lente, a veces ni líquido que lo transporte. Contiene en sí mismo el germen de lo fotográfico antes de la fotografía: la materia reorganizandose para volverse imagen.
En este caso la imagen no nace de la intención humana de ver, sino del deseo de los materiales por equilibrarse, por entregarse o resistirse. Ese instante en que un metal cede su electrón y otro lo recibe —ese gesto diminuto y silencioso— puede ser leído como una forma primera de inscripción: la materia que registra su propio cambio de estado.
¿Será esta la única forma de romper con el programa del que Flusser habla? En ese sentido,el revelador sólido, o cualquier reacción donde la imagen surge del roce entre cuerpos, nos lleva hacia el origen más elemental de la imagen material, la cual rompe con la configuración del programa establecido, aquí no hay reglas para seguir. Una imagen que no depende de la representación, sino de la relación. Una imagen que no se imprime sobre algo, sino entre cosas.
La idea de un revelador sólido no surge de la búsqueda de eficiencia, sino del repetido cansancio de las soluciones líquidas que se preparan para revelar. Incluso la más ecológica exige un sacrificio y un conflicto ético. Estas soluciones de trabajo dependen del agua para disolver los químicos, para transportarlos y acaba siendo el agua cómplice del residuo. Aquí es donde nace la idea de la química fotográfica como sedimento y no como corriente.
¿Podría revelarse una imagen por contacto, no por inmersión? Los reveladores sólidos, si es que se pueden llamar de este modo, trasladas el acto de revelar de un sistema líquido a una negociación espacial, casi geológica. El metal entra en contacto con la plata. Un residuo de hierro, un caño de cobre, un cacharro oxidado colocado próximo a la emulsión fotosensible inicia, en silencio, un intercambio invisible que dura horas, días y hasta semanas. A veces requiere un poco de humedad, agua o la energía de la luz para estimular el intercambio. El proceso lleva un ritmo pétreo, como si el papel de plata y el mineral se mostraran mutuamente cómo convertirse en imagen.
Lo que ocurre en la práctica es un desplazamiento de electrones elemental. La plata en su forma de haluro en el papel o película está esperando un electrón para volverse visible, para reducirse a su estado metálico. El hierro, por otra parte, es un metal que está dispuesto a ceder un electrón, su potencial de oxidación es mayor, y al entrar en contacto con la emulsión de plata, ayudado por la humedad o agua que facilita el proceso, inicia la transferencia.
El electrón viaja de un cuerpo al otro de manera silenciosa. No hay cables, ni corriente aparente, solo el contacto y la humedad o agua que permite el paso de iones. El agua, la temperatura o el ambiente ácido son variables que modifican la transferencia y el resultado final. El hierro se sacrifica al oxidarse, mientras que la plata se reduce volviéndose imágen manifiesta. Es un proceso de intercambio, aquí nadie se agota en el camino, una suerte de trueque atómico donde la luz, la temperatura y la humedad acompañan la reorganización de la materia.
En presencia de la luz ultravioleta, los electrones excitados por la energía fotónica se vuelven más móviles y el intercambio se acelera. La humedad o el agua actúan como un puente conductor y el ácido, cuando es usado, intensifica el proceso al liberar iones metálicos. Pero incluso sin estos elementos que aceleran o modifican el proceso, el diálogo entre hierro y plata puede darse, aunque mucho más lento.
Es de este modo en que el revelado no sucede por disolución sino por transferencia. No es una reacción que lava o remueve, esta toca. El metal, de cierto modo, imprime su voluntad en la emulsión y lo hace al mismo tiempo que se descarga. Cada imagen es en sí, el registro de una pérdida de materia, un metal que se sacrifica para que otro aparezca. Lo importante aquí, comparando con reveladores líquidos, es que el metal se puede regenerar y así volver a imprimir su fuerza una y otra vez.
Aquí el revelador no es un agente separado de la gestación de la imagen, es parte de la misma ecología que el soporte. Mancha, corroe, funde y revela pero no acaba su tarea y desaparece, permanece como evidencia y cargando las cicatrices de su sacrificio. Su superficie se convierte a la vez en imagen y residuo. Es una práctica metalúrgica y la copia, única, es un fósil del gesto fotográfico más elemental.
Hay también un murmullo ético en este experimento. Un revelador sólido, que no parte con un simple uso, nos invita a quedarnos más tiempo con el material, a observar su reacción lenta en lugar de apresurarnos hacia un resultado. La idea de bajar el tiempo del revelado ya no existe. Aquí el hierro se opone al mismo ritmo industrial que lo ha creado y al ritmo que la industria le ha impuesto a la fotografía. El acto de revelar sucede al ritmo de la corrosión, es decir, al ritmo natural del mundo, de la imagen argéntica reclamando su materialidad.
¿Será éste el futuro de una fotografía sostenible? No reemplazar infinitamente los ingredientes sino repensar los estados mismos en la que opera la química de los materiales. Pasar del líquido al sólido es trabajar con un revelador que no contamina porque no fluye. Que revela por contacto por la generosidad silenciosa del intercambio.
La imagen que resulta no intenta la perfección asociada a la fotografía industrializada. Lleva rastros de oxidación, tonos irregulares, cicatrices de los minerales que han pesado sobre ella. Pero estas imperfecciones son verdades de un proceso que no oculta nada, ni su origen ni su método. Aquí no hay secretos. Aquí, se permite que el tiempo y la materia colaboren en lugar de obedecer.
Los reveladores sólidos nos recuerdan que el gesto fotográfico no consiste sólo en capturar la luz, sino en negociar con la materia. Se pregunta qué nos puede dar cada elemento sin obligarlo a disolverse y desaparecer.
¿Qué formas de producción de imágenes argénticas pueden aún emerger desde prácticas artesanales, lentas y sostenibles, al margen del paradigma industrial y extractivista que ha dominado la historia del medio? Se propone una alquimia más lenta, una práctica que devuelve al laboratorio su condición de refugio. Allí, los materiales no obedecen, dialogan; las fórmulas se disuelven en escucha y el tiempo se espesa hasta volverse parte del proceso.
Revelar, entonces, no es descubrir lo oculto, sino atender a la conversación que la materia ya sostiene por sí misma —ese intercambio tenue entre la plata y la piedra que, sin saberlo, lleva siglos dibujando la idea de la imagen. A nosotros nos toca, aprender a escuchar.